Quizá
una vida no sea suficiente para hacer y rehacer todo lo que me
gustaría sin límite ni relojes de por medio. Vivir con la calma
engañosa de vibrar con cada amanecer porque en ese instante el sol
me mira únicamente a mí y me presta una nueva luz para desprenderme
de los despojos de la anterior. En esos momentos de fingida plenitud
prometo cambiar, reconvertirme en silueta tenaz amarrada a un
vestigio de perfección que se diluye en el primer café frío por la
espera. El día ha roto predispuesto a devorar nebulosas y su hambre
de inocentes es voraz. Si tan sólo la cacería fuese compasiva, la
oscuridad se mantendría al margen, escondida al acecho de incautos y
temerarios ajenos al peligro de la sumisión.
Si
tuviera siete vidas como los gatos, dedicaría cada una de ellas a
buscarte y rescarte de una existencia a medias. Cada una de ellas
serviría de simulacro para enmendar errores y satisfacer antojos
hastiados por la paciencia desquiciante del que espera. Todas ellas
sumarían una colección de intentos desesperados por conservarte tal
y como eres para poder reconocerte entre el tumulto confuso de
sombras que se mueven por inercia hacia un precipicio mal señalizado.
No sería justo, ni mucho menos sincero encasillarte cuando es
evidente que supuras unicidad.
Quizá
una vida no baste para vivirte sin condiciones, ni fronteras, pero
merece la pena aferrarse a la promesa de intentar aprovechar cada
momento de locura a tu lado. Finjamos que la oscuridad no espera
impaciente un desliz; el tiempo se detiene porque por una vez ha
entendido que la compasión no te hace débil, ni vulnerable y nos
regala la ilusión de existir sin esperar amaneceres clónicos que se
atrevan a deshacerse de recuerdos demasiado vívidos.